Agenda completa de actividades presenciales y online de Emilio Carrillo para el Curso 2023-2024

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20/10/10

El integrismo: una enfermedad moderna y antitradicional

Especial importancia en la construcción actual del integrismo y del conservadurismo tiene el tradicionalismo religioso. “Es un talante y una actitud mayoritaria entre los católicos españoles, que ha sido determinante en nuestra historia reciente”, escribía Juan María LABOA en 1985. Y anteriormente el gran teólogo francés Ives CONGAR ofrecía el retrato robot en su libro Falsas y verdaderas reformas en la Iglesia: “Los integristas del siglo XIX querían sustentar y defender la doctrina de la Iglesia sin añadidos ni amputaciones; además, se organizaron en sociedades secretas y utilizaron la delación como arma de ataque contra quienes consideraban sus enemigos dentro y fuera de la Iglesia. En principio no es una posición doctrinal, sino cierto modo de afirmar el catolicismo; es primariamente una mentalidad o una actitud, que determinan cierto modo de sustentar las posiciones católicas”.

La religión es hoy un gran productor de integrismo, pero es “importante comprender quehay secularistas tan fundamentalistas como los religiosos: unos y otros coinciden en no estar dispuestos a cuestionar sus opiniones, así como en su militancia, agresividad y desprecio hacia los que discrepan de él”. El actual clima restaurador tiene profundas connotaciones religiosas, sobre todo en aquellas religiones que, en palabras de Maurice BLANCHOT, “están tan seguras de tener razón en el cielo que prescinden no sólo de tener razón en el mundo, sino incluso del mundo de la razón”.

Los descontentos de la modernidad son traídos tanto por el pensamiento conservador como por el progresista. Los primeros hacen derivar los descontentos a causa de la reciente complejidad de los modos de vida urbanos, de la experiencia social del anonimato y sobre todo del proceso político de burocratización del Estado Moderno. El pensamiento progresista hace derivar los descontentos de las deficiencias del sistema democrático, de la insuficiencia en las políticas distributivas y sobre todo de la arrogancia del Estado Moderno que ha debilitado todas las instancias sociales. Ambas líneas coinciden en deslegitimar la política democrática y fragilizar los sistemas públicos.

Es conocida la contaminación de amplios sectores católicos con algunos medios de comunicación que se presentan socialmente identificados con los valores de partidos políticos conservadores en ámbitos tan decisivos como el matrimonio, la familia, la moral sexual, la educación.

Asistimos al irónico espectáculo de un ataque a la modernidad por parte de personas cuya conciencia presupone la misma modernidad. El tradicionalista que se defiende cognitivamente de la modernidad, casi inevitablemente incorpora en dicha esfera elementos de la misma. Es lo que los sociólogos han identificado como contaminación cognitiva.

Una estrategia clave en la producción actual de integrismo consiste en producir un enemigo total, que exige defensa, rechazo y destrucción.

Parte del éxito del integrismo consiste en focalizar las energías sociales hacia ese gran enemigo y revestirle de un poder absoluto omnipresente capaz de generar un enfrentamiento sin matices ni complejidades.

Consecuentemente hay una concepción integrista del poder, que se identifica con el uso de la fuerza donde todo hombre es enemigo de todo hombre.

Como práctica social, genera personalidades dogmáticas, reacciones violentas y actitudes intolerantes que cultivan el odio al diferente. Practican el desprecio al otro como sistema y el fanatismo como estrategia. En lo cotidiano, el enemigo absoluto ha ido cambiando de ropajes y maquillajes: los infieles, los judíos, los moros, los gitanos, los inmigrantes, los extranjeros.

La relación espontánea entre los seres humanos ya no está presidida por la armonía, la colaboración y la “natural benevolencia”, sino por el conflicto y la competitividad. Curiosamente, para el integrismo actual ya no es la lógica mortal del capitalismo, su violencia institucionalizada o la idolatría del mercado lo que preocupa, sino un enemigo que se transforma en multitud de rostros: unas veces es el hedonismo de la juventud o el pluralismo religioso y otras el relativismo cultural a los que hay que combatir.

En España, el integrismo religioso arremete contra lo que llaman “buenismo”, para significar la permanente disposición al diálogo y al buen talante. Les acusan de desestimar el alcance real del terrorismo y la densidad de la realidad. En el Fraude del buenismo, Miquel Porto afirmará que propuestas como la Alianza de civilizaciones no pasan de ser una insustancial fórmula retórica; desprecian los procesos de concertación social y el reconocimiento de las aspiraciones de los pueblos de España que “ponen en peligro la convivencia de todos los ciudadanos”. El odio al socialismo en ciertos sectores integristas es buena prueba de ello. Cada vez que se nombra el presidente Rodríguez Zapatero en ciertos ambientes, se despiertan todos los demonios del pasado. Con el miedo desaparece cualquier diálogo hasta convertir a algunos miembros de la jerarquía eclesiástica en auténticos líderes de la oposición.

El tradicionalismo entiende que el mundo moderno camina hacia la autodestrucción y se alimenta del rechazo a este optimismo vinculado a la modernidad y a la post-modernidad. Su talante es profundamente negativo, como el de Mefistófeles de Goethe que se describe a sí mismo como un “espíritu que siempre dice no”.

El tradicionalismo actual acusa al Concilio de haber visto sólo los aspectos luminosos del tiempo histórico. Es cierto que fue intencionada la apuesta conciliar a favor de un talante optimista; basta observar que llegó a cambiar el primer nombre de la Constitución conciliar “Gozos y temores”, por el de “Gozo y esperanza”. La apuesta conciliar era inequívocamente a favor del cambio posible y de las transformaciones necesarias. Los procesos constitutivos de la modernidad como el proceso de secularización o la emergencia del pluralismo cultural son vividos como signos del tiempo. El concilio contribuyó decisivamente a recuperar una presencia crítica y esperanzada ante la sociedad.

El tradicionalismo cristiano denuncia este clima y se alía con el clima apocalíptico y el pesimismo antropológico. Una cierta teología entiende que la historia es siempre una lucha entre el eje del bien y el eje del mal, con la consiguiente sospecha contra el sistema político y contra las instituciones sociales, que quedan identificadas todas ellas con la torre de Babel.

En el escenario pastoral, la imposición desplaza a la colaboración, el control desde lo alto desestima la dimensión horizontal, la autosuficiencia cancela la corresponsabilidad. Hay un uso de los medios fuertes y potentes que menosprecia la participación de la gente y la movilización ciudadana.

Existe sin embargo una recuperación necesaria de la apocalíptica cristiana que sirve para desactivar el integrismo eclesiástico. Los contenidos apocalípticos en lugar de significar la impotencia son expresión de la esperanza de los últimos. Quien detenta el poder está interesado en que la historia continúe en la dirección que él mismo ha determinado; para ellos, el futuro es continuación de su presente18. El significado más profundo del Apocalipsis es mantener viva la memoria de los mártires y ponerlos a producir esperanza. Son escritos de resistencia dirigidos contra quien persigue, oprime y asesina al pueblo empobrecido por no doblegarse ante los valores del imperio. Se trata de un género subversivo para los poderes políticos injustos de la época, que intenta desenmascarar su mentira.

De este modo, la espera apocalíptica libera a la esperanza de toda connivencia con los triunfadores, como reconoce J.B. METZ. La esperanza sin apocalíptica se convierte en la ideología de los vencedores.

Un cierto pensamiento conservador cristiano en lugar de profundizar en la afirmación conciliar sobre la opción preferencial por la democracia, que supone la autonomía y responsabilidad de los creyentes en la esfera política, se propone la unidad corporativa de los cristianos ante una única opción.

La tradición cristiana necesitó de todo un concilio (Vaticano II) para desactivar la tesis de que sólo la verdad tiene derechos y proclamar que sólo la persona es portadora de derechos. En consecuencia, la tolerancia es la forma humana de la verdad; y cabe una moral autónoma para el gobierno de la sociedad. Al cristianismo le sobran razones para realizarse como religión de la libertad y renunciar a los medios estatales en el anuncio, propagación y celebración de sus convicciones. No es razonable confundir la libertad religiosa con la privatización de la fe ni con la renuncia a la responsabilidad de las convicciones, cuando lo único que pretende es reconocer la dignidad de la persona, esté en la verdad o en el error, y cultivar el valor de la libertad en el contexto pluralista actual ante las pretensiones fundamentalistas.

El fundamentalismo religioso arremete contra la era de la interpretación como despliegue de la subjetividad de la fe. La clave de esta operación consiste en invocar el derecho natural, que arranca de Dios y es comprensible sólo a través de los libros revelados. Sólo Dios y su Iglesia puede determinar lo que es bueno y lo que es malo, lo lícito y lo ilícito. Los creyentes poseen de este modo un estatuto de superioridad sobre los no creyentes ante el poder destructivo de la libertad. La arrogancia de la verdad destruirá la humildad de la caridad. Si la primera busca el poder y la potencia, la segunda se hermana con la modestia y la corresponsabilidad.

Hay una estrategia propia del tradicionalismo que consiste en postular una verdad esencial que existiría en alguna parte, inmóvil, simple, unívoca, como una totalidad cerrada y autosuficiente.

Una cierta teología pretende servir a este clima integrista mediante el recurso a “principios innegociables”, a una fe que no debe nada a nadie, sino que puede identificarse como original y propia. Para ello propone la fidelidad –lo más literal posible–, al texto bíblico o dogmático. Síntoma de ello es el uso que de los Diccionarios o Léxicos bíblicos hacen los movimientos cristianos conservadores.

De este modo se intenta salvar cualquier atisbo de heterodoxia.De este modo se claudica en aspectos esenciales del cristianismo, que se ha realizado como religión de la reinterpretación y de la relectura. Cada texto fundacional remite a otros textos y sólo tiene sentido si se articula con otras tradiciones. Como se escenificó en el camino de Emaús, es imposible comprender a Jesús limitándose a verle cara a cara o escuchando su mensaje, como una especie de revelación única y autosuficiente; era necesario despertar en aquellos discípulos “lo que les concernía”. Los textos son incomprensibles sin incorporar la historia, la recepción en los oyentes como hacía Jesús al remitir a otra cosa de sí: la manifestación de Dios en una historia de salvaciónprevia; fuera de esa historia no tiene sentido su vida ni su obra. Y es la propia historia quien hace descubrir verdades todavía más insospechadas.

En la tradición cristiana la salvación y la interpretación van unidas. Y para interpretar lo dicho, se nos envía el Espíritu para asistir en esta empresa hermenéutica. No se trata simplemente de descubrir y aplicar el sentido de lo dicho, de una vez por todas; ni es una interpretación secundaria que pasa por encima o por el lado del núcleo estable sino que le afecta profundamente, hasta el punto que la salvación se da, se forma y se,constituye en una historia. La interpretación forma parte de la salvación.

No existen sólo dos hermenéuticas conciliares como preocupa a Benedicto XVI en su discurso programático, sino tres (¡cuando menos!). Entre la hermenéutica de la ruptura y la de la continuidad, existe la hermenéutica de la continuidad crítica. No estamos condenados a la alternativa estéril entre romper con la tradición o repetirla.

Con extremada ligereza se acusa de relativismo a toda posición que afirme lo que es el fundamento mismo de la responsabilidad moral. Y aquí reside la dificultad mayor de la actitud integrista: amar la verdad sabiendo que, como dijo Tagore, “cuando llega la verdad, parece última su palabra; pero su palabra última da siempre a luz otra palabra”.

Las consecuencias pastorales son graves. En nombre de fundamentos sólidos y verdaderos, se sitúan por encima de las personas y se enferma de abstracción, más atentos a la verdad objetiva que a la experiencia vital de la persona. Lo cual tiene un alto precio para la evangelización, que ha sido subrayado recientemente por Marco Politi, reconocido analista religioso italiano; afirma éste en su libro, Il ritorno di Dio21, que sólo Juan XXIII entre los pontífices actuales ha sabido incorporar la revolución del individuo.

Cuando visitaba la cárcel de Roma decía: “He venido aquí y os he mirado a los ojos y recuerdo la tragedia familiar que supuso el encarcelamiento de mi primo fue encarcelado”. Al oírle, a la gente le embargaba la emoción, porque hacía suya la emoción el Papa. O cuando en el primer día conciliar desde la ventana de la Plaza de San Pedro dice: “Volved a vuestras casas, encontraréis a los niños... dadles un beso y decidles que es el beso del Papa”. Otros hablan y nunca sientes que habla de ti. Les falta inmediatez y espontaneidad y en su lugar oiremos hablar de la inmutabilidad de las normas morales, del hedonismo de la juventud, del horror de los divorcios. “Europa no encuentra el camino del Evangelio... Los cristianos tienen que enfrentarse a la secularización... El orden moral es inviolable... La verdad es única...”, se dice insistentemente desde la misma ventana de San Pedro.

La modernidad trajo el ideal internacionalista como horizonte ético capaz de trascender los límites de las naciones. El tradicionalismo actual, por el contrario, ha convertido “las patrias” en un inmenso generador de retóricas. Lo patriótico es uno de esos dispositivos de los que han abusado con mayor holgura los intransigentes de todos los tiempos.

Poco importa que la idea de pueblo escogido sea profundamente extraña al cristianismo, ni que la exaltación patriótica sea el síntoma mayor de relativismo, para atribuirle rasgos salvadores al nacionalismo de la Patria. Los conservadores deberían saber que la ideología patriótica ha desplazado siempre al sentido humanitario. En lugar de desmitificar la Patria como algo artificial, la convierten en un nuevo ídolo; en lugar de denunciar los monstruos políticos del patriotismo, consagran la patria como un valor supremo. Más que afirmaciones en torno a banderas y símbolos patrióticos, la hora del mundo requiere abrirse a los flujos internacionales, convertir las fronteras en quimeras y fortalecer la interdependencia de los pueblos; ahí está la experiencia religiosa de muchos creyentes que sin abandonar sus lealtades locales, construyen sus identidades más allá de las patrias.

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Autor: Joaquín García Roca

Fuente: Espiritualidad Caminante


2 comentarios:

  1. Muchas verdades y muy valiente quien las dice. Los fundamentalismos cierran el corazon porque nacen y se desarrollan en la mente¿Se ha sentido alguien conmovido ante las palabras de un integrista?

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